Esta es una noche para reirnos del miedo, buscando en el sótano de mi antigua seta encontré esto, espero que os guste y os asuste, pasaron 5 años...
Espíritus confusos.
LAGARTIJO.
En vida.
La maestra se había topado con una clase muy inconsciente. Todo el día eran altercados, enfrentamientos, violaciones; en una palabra la violencia era la norma que imperaba en clase. Harta ya de sus escasos esfuerzos por enseñar, señalaba con su regla al alumno más rebelde, que iba desmoronándose en el mismo instante bajo la frase lapidaria: “Sólo se aprende en vida”.
Por Jimul “La reina”
Este día había convocado a los espíritus. Era un día gris, plomizo, lluvioso, no con una lluvia encalma, llovía con aguaceros como de tormenta y el empedrado de la calle relucía con cada relámpago. Parecía un día de invierno, cuando aún estábamos en el mes de los difuntos.
Angustias temía que su difunto Paulino (que Dios guarde pronto en su seno), resbalase en esa calle y se esnoclase por segunda vez. Ya lo había hecho hace 16 años y desde entonces vagaba por las calles del pueblo. Claro que ella lo tenía muy fácil, cada vez que sentía necesidad de consultar algo, lo convocaba y su difunto, a veces solo y otras, acompañado de parientes, acudía a su llamada.
Hoy tenía lo de su Carmela, y aunque el día no acompañaba era urgente la consulta. Su Carmela se había subido a la ventana antes de tiempo, y el cura para casarla exigía que fuese de madrugada y de color. El cura, como otros muchos, se había autonombrado guardián de las virginidades ajenas y no permitía que una preñada se casase de blanco.
A ella, lo de la madrugada no le parecía malo, casándose al amanecer, tenían todo el día para ellos y les podía cundir. No pasaba por lo del vestido, nadie tenía que pregonar la desgracia de su hija.
Parece que la estoy viendo, como si fuese ayer. Entraba en el cuarto largo junto al patio y dejaba la puerta entreabierta para que los espíritus pasasen cómodamente. Apoyada en la cañavera de la escoba, en una esquina, discutía con su difunto:
- A lo hecho, pecho.
- No es eso. Es que no es quien para meterse con el vestido.
- Mujer, no puedes discutir con el cura. El que manda, manda.
- Y tu hija, ¿Qué dice?
- Ella calla, lo que digamos nosotros.
Angustias, para salir a la calle, se colocaba su pañuelo negro en la cabeza y se le subía el orgullo a la cara, entonces parecía afilarse un poco más la nariz y la mirada se hacía más penetrante. Conocía que el poder suyo de convocar a los espíritus era solo de algunos señalados y andaba muy erguida, como una Reina.
(Angustias, trabajaba en casa de mis suegros y ejercía de espiritista, consultando y transmitiendo recados a los espíritus. En el pueblo era conocida como Angustias “La reina” y en realidad su prestancia era tan llamativa que el apodo le venia como anillo al dedo.)
Piedra.
FILEMÓN y EL MAR.
NOFRET
María Teresa Cobos
Espíritus confusos.
— ¡Don Pedro! ¡Ay, que desgracia tan grande, don Pedro! Pasó otra vez, pasó de nuevo... luego dicen que no pero nosotros, mi marido y yo, lo vimos con nuestros propios ojos.
— Corina... perdona pero ya te dije que yo no creo en almas en pena.
— ¡Ah, no! Eso sí que no, que no me diga usted que no. Anoche lo vimos otra vez, mi Fermín y yo, lo vimos, don Pedro, y le juro por las cenizas de mi padre, que era un ánima del purgatorio.
— ¿Qué visteis exactamente?
— La luz. Esa luz otra vez en el techo. Aparece a las doce de la noche y dura un rato. Mi Fermín y yo no paramos de rezar, porque esa ánima seguro que anda en pena y quiere que le recen. Ya fui a casa del señor cura, para encargarle una misa y...
—Tranquilízate mujer, vamos a hacer una cosa; esta noche duermo yo en tu casa. Quiero ver de una vez un ánima y si tú aseguras que...
— ¡Ay, por Dios y la Virgen! ¡Qué cosas tiene usted don Pedro! No me vacile usted que esto es cosa seria, cosa del otro mundo.
—Si yo no me burlo, que ya te digo que a mis cincuenta y cuatro años, aún no he visto ningún espíritu, y mira que los he buscado, pero nada...
—Pues esta noche, le aseguro que va ver uno, ¡se lo juro! Si viene usted a mi casa y se acuesta en mi cama, porque mi Fermín y yo nos vamos a quedar en casa de mi madre. Que estas cosas del Más Allá son cosas oscuras y yo no quiero saber nada, ¡ay, qué desgracia tan grande!
La noche cae y don Pedro, entre excitado y jubiloso, se dirige a casa de Corina. ¡Acaso esta noche vea por fin un ánima! ¡Anda que no había él buscado contemplar un fantasma o algo del otro mundo y nunca lo había logrado!
Sí, como aquella vez que iba caminando, una noche enlutada y fría cerca del cementerio, que por allí pasaba el camino que llevaba al pueblo. Caminando y silbando iba él, cuando de pronto un ruido — ¡ssshhh!—, le hizo parar en seco. El corazón le comenzó a latir con fuerza, no lo negaba, tan cerca del camposanto y en mitad de la noche...—¡ssshhhh!— ¡ Otra vez! ¿Alguien me está silbando? Había pensado inmediatamente que algún gracioso quería darle un susto, pero sin dejar de cavilar que un muerto le hacía señales.
¡Ssshhhh!
¿Otra vez? ¿Quién anda ahí?—había preguntado, algo nervioso...
¡Sssshhh!, —le habían contestado.
Observó el cementerio, oscuro, apenas visibles las sombras de los cipreses, y su vello se erizó espontáneamente. ¡Coño!— se dijo— es un espíritu que me está silbando. Tantas ganas le entraron de correr y alejarse de allí, por el pánico, como tantas ansias, su curiosidad morbosa, le insistía en averiguar que eran aquellos sonidos.
Y se acercó al camposanto, —¡Sssssshhh!—, parecía que el sonido era cada vez más nítido, más cercando —¡Sssssshhhh!—, sí, habría de ser un alma, atormentada por sus pecados... —¡Sssssshhhh!— Estaba cerca, muy cerca... ¡ Puñeta!, ¡Le había caído agua a la cara!, ¡Lo estaban mojando!
Y entonces supo que era aquel sssshhh...
¡ Sssshhhhh!—sonó otra vez— ¡ Jesús! ¡Era sólo una tubería de agua; el acople de una tubería que estaba un poco desencajada!
Don Pedro, estaba ya llegando a casa de Corina, mientras sonreía recordando el incidente de la dichosa tubería y su terror... en verdad, que nunca había podido comprobar que existían los espíritus, por ello, no creía en los espíritus.
— Entre, don Pedro, entre —le dijo doña Corina, semioculta detrás de la puerta. Mejor que nadie se enterara de todo aquel trastorno, preferible que la gente no andara metiendo sus narices.
— ¿Dónde está tu cuarto?
— ¡Ay, Don Pedro, es aquel del fondo! Yo no entro, mi Fermín está cenando, ahora viene.
— Bueno... pero me habéis de decir dónde sale esa luz. Ya van a ser las doce.
— ¡Fermín! ¡Ven acá que ya llegó don Pedro!
Ahí aparece Fermín, la cara pálida, el caminar vacilante.
— Pero, hombre, ¿cómo tienes tanto miedo?
— Don Pedro, le aseguro que ahí dentro hay un ánima.
—Bien... ya abro la puerta.
— ¡Cuidado!
— ¡Coño, me estáis asustando! ¿Dónde es que aparece la luz?
—Allí en el techo... espere un poco, ya la verá.
Minutos pasan que parecen siglos.
—Pues yo no veo nada.
—Espere, espere... ¡Mírela! ¡Mírela en el techo! ¡Ay, san Policarpo bendito, ampáranos! —aúlla Corina santiguándose.
¡Coño! Pues es verdad que hay una luz, mortecina y permanente... ¿qué...?
— ¡Ay, qué ánima atormentada será esa luz! ¿Qué quieres ánima bendita?, ¿Misas? ¿Rezos?
— Cállate Corina, que me estás poniendo nervioso...
El piso, la luz sale del piso... el piso es de tablas, que están ya muy viejas y con agujeros por aquí y por allá.
Don Pedro, tapa con su pie el agujero por donde sale la luz.
— ¿Veis ahora la luz? —comenta burlón.
— Ahora no... —balbucea Corina.
Don Pedro quita el pie y la luz se refleja de nuevo en el techo.
— ¿Y ahora?—pregunta.
— ¡Ahora sí! —grita la mujer mientras el marido, desencajado, no dice palabra.
— ¿Quién duerme abajo, Corina?
— ¿En el sótano?, mis chicos.
—Diles que apaguen el quinqué y ya no veréis al ánima esa... ¡coño!
Y don Pedro sale del cuarto; rabioso, defraudado. ¡Otra vez fue sólo una ilusión! ¿Cuándo diantre iba él a ver un espíritu?
— ¡Si no existen los espíritus, carajo! —se recriminó enseguida, indignado ante su obstinación de aspirar a conocer algo imposible.
En la habitación de Corina y Fermín, la fosforescencia mortecina sigue en el techo pero el matrimonio se acuesta tranquilo; en cuanto los chicos sofoquen el quinqué se apagaría la luz. No saben que los muchachos duermen ya a pierna suelta desde hace rato y en tinieblas absolutas.
La luminiscencia se agranda en el techo formando una silueta nebulosa que ondea sobre las cabezas del matrimonio que ya duerme apaciblemente. Corina se tapa con el cobertor instintivamente; hace frío, mucho frío… Fin.
Espuma.
EL MUERTO FUMADOR
Elvirita, de mediana edad, era una mujer poco agraciada, más bien corta de estatura. Resaltaban en su cara unos ojos prominentes que casi salían de sus órbitas cuando ponía vehemencia en sus relatos. Hablaba y hablaba. Tanto hablaba Elvirita que desesperaba a cualquiera, pudiendo pasar con pasmosa facilidad de un tema a otro sin apenas dejar al interlocutor introducir alguna frase. Había amigas y conocidas que le huían, y cuando la veían allá a lo lejos, torcían por la primera esquina para evitarla. Decían en el pueblo que era capaz de aburrir al caballo de un columpio. Cierto.
Pero, además, hablaba a tal velocidad que por momentos apenas se le entendía. Gesticulaba a más no poder para apoyar su discurso, llegando incluso a golpearte el pecho en las fases estelares de su paroxismo verbal.
Aquella mañana de verano Diego paseaba tranquilamente leyendo el periódico. Absorto en su lectura, fue sorprendido por el atronador saludo de Elvirita.
- Hola, Dieguito, cómo me alegra verte. Hace tiempo que no tenía el gusto de charlar contigo. Como no viniste al funeral de mi padre…
- Oh, perdón, no sabía que tu padre…
- Sí, sí, mi difunto padre, que en gloria esté, murió hace ya más de dos meses. Lo que pasa es que como tú vives fuera no te has enterado. Sabrás que el pobrecito padecía de los bronquios desde hace mucho. El tabaco se lo ha llevado por delante, pero era la única distracción que le quedaba. ¿Cómo íbamos a negarle ese placer? Una semana antes de fallecer el ahogo era terrible. Apenas si podía acostarse, y las noches las pasaba sentado en la butaca, con el oxígeno en la nariz y el cigarro entre los labios.
- Pero con el oxígeno…
- Ya lo sabía, no me interrumpas. Todo el mundo sabe que tomando oxígeno no se debe fumar porque puede explotar la bombona, pero yo no tenía arrestos para prohibírselo. Además, pienso que la nicotina es menos mala si lo que entra en el pecho es humo oxigenado.
- Ah, en ese caso…
- Pues así es. Lo cierto es que el pobrecito casi no podía respirar. Angustiaba verlo con los codos apoyados para conseguir meter algo de aire. Era como un fuelle muy estropeado. Qué lastima daba. Así que no tuvimos más alternativa que llevarlo al hospital. Lo metieron en la ambulancia igualito que como estaba en el dormitorio, con el oxígeno y el cigarro. El practicante tuvo intención de quitarle el ducados de la boca, pero mi padre sacó fuerzas de donde pudo para lanzarle una fulminante mirada que le hizo desistir al momento.
- ¡No me digas…!
- Claro que te digo, ya sabes que él era un hombre de carácter fuerte. No se le podía llevar la contraria, incluso en circunstancias terminales como te estoy contando. Y no me interrumpas más, por favor, que no dejas hablar a nadie.
- Perdona, mujer.
- Tres días aguantó, y por mucho que hicieron los médicos nada pudo salvarle. El día catorce a las siete de la mañana expiró. Era domingo, por más señas. Lo trajeron a mi casa para velarlo como Dios manda. Dos vecinas me ayudaron a amortajarlo. Le pusimos su traje favorito, uno de pana con chaleco. Entiendo que en julio no es la ropa más apropiada, pero tenía debilidad por esa indumentaria. Poco a poco fueron llegando a casa vecinos y conocido a darle el adiós definitivo, y a consolar a la familia. Estábamos destrozados, muy apenados y cansados. Yo tenía la cabeza embotada de tanta emoción y falta de sueño. Aún así, me vino a la cabeza un pensamiento: ¡qué mala suerte ha tenido mi pobre padre! Ha tenido que morir en domingo, el único día que cierran los estancos. Seguro que allí, donde ahora esté, también estarán cerrados. ¿Qué puedo hacer? No debo dejar las cosas así. A pesar del cansancio, salté de la silla y corrí al dormitorio. En el primer cajón de la mesita quedaba un cartón entero de su tabaco. ¡Qué previsor era el viejo! Volví rápido a la gran sala y, a la vista de todos, introduje una cajetilla de ducados en el bolsillo derecho de la chaqueta de pana. Me senté aliviada. Ahora mi querido difunto podrá sonreír satisfecho desde el otro mundo. Pero al momento mi amiga Juana me preguntó: ¿Le has puesto también un mechero? No, no había caído en ese detalle. Y ahora, querido Dieguito, te voy a contar lo que ayer me ocurrió con Carmela, la vecina de mi prima Encarna…
El pobre Diego, entregado, asintió con la cabeza. No quiso decir ni mu por no encolerizar a Elvira, la hermana de su mejor amigo.
En vida.
La maestra se había topado con una clase muy inconsciente. Todo el día eran altercados, enfrentamientos, violaciones; en una palabra la violencia era la norma que imperaba en clase. Harta ya de sus escasos esfuerzos por enseñar, señalaba con su regla al alumno más rebelde, que iba desmoronándose en el mismo instante bajo la frase lapidaria: “Sólo se aprende en vida”.
Por Jimul “La reina”
Este día había convocado a los espíritus. Era un día gris, plomizo, lluvioso, no con una lluvia encalma, llovía con aguaceros como de tormenta y el empedrado de la calle relucía con cada relámpago. Parecía un día de invierno, cuando aún estábamos en el mes de los difuntos.
Angustias temía que su difunto Paulino (que Dios guarde pronto en su seno), resbalase en esa calle y se esnoclase por segunda vez. Ya lo había hecho hace 16 años y desde entonces vagaba por las calles del pueblo. Claro que ella lo tenía muy fácil, cada vez que sentía necesidad de consultar algo, lo convocaba y su difunto, a veces solo y otras, acompañado de parientes, acudía a su llamada.
Hoy tenía lo de su Carmela, y aunque el día no acompañaba era urgente la consulta. Su Carmela se había subido a la ventana antes de tiempo, y el cura para casarla exigía que fuese de madrugada y de color. El cura, como otros muchos, se había autonombrado guardián de las virginidades ajenas y no permitía que una preñada se casase de blanco.
A ella, lo de la madrugada no le parecía malo, casándose al amanecer, tenían todo el día para ellos y les podía cundir. No pasaba por lo del vestido, nadie tenía que pregonar la desgracia de su hija.
Parece que la estoy viendo, como si fuese ayer. Entraba en el cuarto largo junto al patio y dejaba la puerta entreabierta para que los espíritus pasasen cómodamente. Apoyada en la cañavera de la escoba, en una esquina, discutía con su difunto:
- A lo hecho, pecho.
- No es eso. Es que no es quien para meterse con el vestido.
- Mujer, no puedes discutir con el cura. El que manda, manda.
- Y tu hija, ¿Qué dice?
- Ella calla, lo que digamos nosotros.
Angustias, para salir a la calle, se colocaba su pañuelo negro en la cabeza y se le subía el orgullo a la cara, entonces parecía afilarse un poco más la nariz y la mirada se hacía más penetrante. Conocía que el poder suyo de convocar a los espíritus era solo de algunos señalados y andaba muy erguida, como una Reina.
(Angustias, trabajaba en casa de mis suegros y ejercía de espiritista, consultando y transmitiendo recados a los espíritus. En el pueblo era conocida como Angustias “La reina” y en realidad su prestancia era tan llamativa que el apodo le venia como anillo al dedo.)
Piedra.
FILEMÓN y EL MAR.
Filemón era un viejo pescador que vivía en un tranquilo pueblecito costero, en una cabaña a la orilla del mar. Gustaba el hombre de ir todos los días de pesca, así que se levantaba a media mañana, tomaba su caña y su perra, caminaba descalzo los pocos metros de arena que separaban su casa del mar, y se acomodaba en una gran piedra durante horas, arrullado por las olas y los suaves chillidos de las gaviotas. Y así transcurría su vida, en una apacible rutina.
Hasta que un día, algo cambió. Unas máquinas enormes llegaron al pueblo y se acomodaron justo frente a su casa, donde comenzaron a trabajar en medio de un ruido infernal. El anciano creyó que sólo se trataría de un caño roto o algo así, pero triste fue su sorpresa cuando supo que se estaba construyendo una autopista. Más de uno protestaba, reunidos en el bar del pueblo, pero Filemón no decía nada, sólo se sentaba cabizbajo y pensativo, mientras su casilla era sacudida día y noche por las insufribles maquinarias.
Cuando la autopista estuvo terminada, el infierno no cesó. Los coches, camiones y motocicletas que pasaban a toda velocidad haciendo un ruido capaz de despertar a un muerto, habían acabado con la pacífica vida del pueblo. Por si fuera poco, los enormes postes de iluminación colocados a ambos lados del camino mantenían la pequeña cabaña del pescador en constante claridad, incluso en medio de la noche. Durante el día, el viejo pasaba largos minutos intentando cruzar en escandaloso camino y llegar al mar, pero ya nada era lo mismo; hasta parecía que los peces habían huido espantados por el ruido. La playa se llenó de basura y se respiraba un penetrante olor a gasolina todo el tiempo.
Pero pronto, comenzaron los sucesos.
Tres veces había ido una mujer a la comisaría a denunciar haber visto en medio de la noche a un motociclista sin cabeza pasar a toda velocidad, para ir a dar entre unos matorrales y desaparecer. Los oficiales no le habían prestado atención, hasta que, ya hartos, la acompañaron y hallaron el cadáver. Pero por más que buscaron y buscaron, la cabeza no apareció.
La mujer ahora contaba a todo el mundo su visión “¡Era un tío sin cabeza, lo vi pasar en la moto a todo lo que daba hasta que se estrelló!” Algunos le creyeron, otros supusieron que sólo habría visto el cadáver y estaba mintiendo o imaginando.
Pero no pasó mucho tiempo antes de que otros motociclistas acéfalos fueran hallados a la vera del camino, con sus cabezas misteriosamente desaparecidas.
Ocho fueron hallados.
Para peor, siempre ocurría de noche. Incluso, algunos automovilistas habían empezado a percibir una extraña fuerza, siempre nocturna que, como un poder invisible, golpeaba los coches al pasar por el lugar.
Si bien no faltaron curiosos y unos cuantos psíquicos y parapsicólogos tratando de dar con el fantasma o la fuerza misteriosa que habitaba el lugar, lo cierto es que cada vez menos gente se atrevía a pasar por allí, con lo que la autopista comenzó a quedar progresivamente desierta. La arena del mar empezó a ganar terreno, tomando nuevamente lo que era suyo, y el asfalto fue quedando sepultado.
Los decapitados dejaron de aparecer tan súbitamente como habían aparecido hasta que, un tiempo después, algunos niños comenzaron a encontrar calaveras en la orilla del mar. La única deducción que la policía pudo hacer fue que se trataba de las cabezas de los muertos, sin embargo, por más que investigaron, no lograron desentrañar el misterio. Con el tiempo, todo fue quedando en el olvido, salvo la maldición de la carretera, que ya no era más que un gran banco de arena, por lo que quedó definitivamente desolada, al menos en ese tramo. Tal era el desuso que hasta se le cortó la iluminación.
Filemón, contento con su paz recuperada, descansaba en su cabaña, nuevamente al lado del mar. Dormitaba disfrutando del silencio, cuando vio a su perrita jugando con algo. Se lo quitó y vio que era su viejo rollo de sedal transparente reforzado.
-Vaya, menos mal que me lo has recordado, bueno fuera que nos atraparan por ésto ¿eh?- y guiñó un ojo al animalillo
- Ven, vamos a echarlo al mar- y ambos se dirigieron al murallón abandonado. Filemón tiró el sedal y, enseguida, unos cuantos peces se arremolinaron en torno a la madeja, luchando por atraparla. El anciano sonrió: “Venga, pescados tontos, que esto no se come, a ver si van a creer que les voy a tirar cabezas todos los días”.
Con su habitual serenidad y la perrita correteando a su alrededor, se alejó hacia su piedra, se sentó y arrojó el anzuelo. Siendo un hombre de creencias, mientras pescaba elevó ocho padrenuestros y un pésame. Y pronto se durmió, arrullado por las olas y los chillidos de las gaviotas.
A la luz de la luna en un cementerio por Gladys
¿Virginia? - Si.
- ¿Escuchas eso?
- Parece el llanto de una mujer.
Una mujer llora a la luz de la luna arrodillada frente a una tumba, sus manos temblorosas esconden su cara mientras las lágrimas ruedan por entre los nudillos de sus dedos. En su interior se agitan los demonios del dolor, se pelean y se devoran unos a otros provocando espasmos en su estómago, de vez en cuando aparta las manos de su rostro y mira al cielo como buscando ayuda.
- Nadie la va ayudar Virginia, nadie es capaz de colocar una cálida
mano sobre su sexo, nadie susurrará a su oído la fórmula mágica para disolver el dolor. Está sola, definitivamente sola, con ese conocimiento anticipado de la frialdad de su futura tumba.
- ¿Qué hace ahora?
- Se mueve de manera muy extraña.
- Creo que es una absoluta grosería espiar de esa manera el dolor
ajeno. Deberíamos irnos a donde nos corresponde.
- Oh no, no tengo ganas de volver a la tumba. Ve tú si lo deseas. Yo
quiero seguir viendo a esa pobre mujer a ver qué hace.
- Lo que todas hacemos: llorar hasta que los ojos se convierten en
dos enormes globos rojos, gemir hasta que la garganta se nos reseque, clamar al cielo pidiendo explicaciones.
- No entiendo porque las reclamamos si nunca nos satisfacen.
- Ni yo. Pero quiero seguir mirando, tal vez ésta sea diferente.
- No, nada cambiará, las mujeres seguiremos llorando hasta el fin
de los días.
- Aquella nube se acerca a la luna. Dentro de unos instantes la
cubrirá totalmente y no podremos ver nada, por unos instantes el mundo material desaparecerá y entonces...
- Entonces ya ella se habrá calmado, se secará los ojos, enviará
con la punta de los dedos un beso al habitante de la tumba y lentamente se pondrá de pie, caminará unos pasos sin darle la espalda hasta que la prudencia entre en su cerebro y le ordene volver la cabeza del lado correcto, enderezar el cuerpo, erguir la espalda y seguir adelante.
Ahora todo es tiniebla, un enorme nubarrón cubre la luna y un extraño aroma a nardos inunda la tierra.
- ¿No te gustaban a ti los nardos, Virginia?
- Si. Pero no es ésta la época.
- Sería maravilloso llenar nuestros jarrones con nardos frescos,
como antes, ¿no te parece?
- Oh, los nardos sobre el escritorio y la luz del atardecer dibujando
los rostros de mis personajes sobre la madera.
- ¡Mira!
La mujer se endereza lentamente, coloca los brazos a cada lado de su cuerpo y por unos instantes se queda rígida mientras la luz de la luna empieza a bañarla desde su hombro derecho, como si una mano invisible la dibujara con trazo firme pero muy suavemente. Luego, una vez que la figura está completamente nítida, su cuerpo empieza a temblar, parece un tallo estremeciéndose al viento al borde de algún lago ignoto, su cuerpo no cesa en su movimiento y parece ensancharse con éste. Al cabo de unos segundos de expansión, el cuerpo se dobla exactamente por el ombligo y se acampana a la altura de las rodillas formando una especie de cáliz negro que poco a poco se va dividiendo en numerosos y delicados pétalos que a impulsos de la brisa se van abriendo dejando en libertad el entrañable aroma a nardos.
- No es hermoso Virginia, que aún después de tantos años, los
nardos sigan dibujando personajes.
- ¡Hermoso!
Noche de fantasmas
Hoy, 1 de noviembre, vísperas de difuntos, es noche de contar historias, este año hace calor, demasiado calor para el otoño, sin embargo me viene a la memoria otra noche como esta, hace mucho tiempo, quizás demasiado, con mucho más frío fuera de la casa, al calor del brasero, sentados todos alrededor de la enorme y redonda mesa de camilla, muchos niños, la madre, la tía, una abuela, la otra había fallecido el año anterior en esa misma casa, en la habitación contigua, el padre y el tío ausentes, y una criada que era como otra abuela para esos niños, yo era la menor de aquellos hermanos y aunque no recuerdo cuantos años debía tener por aquel entonces, si recuerdo estar en el regazo de mi madre y dormirme allí casi siembre, pero esa noche no, no creo que nadie durmiera en esa casa...
Mi padre había ido con mi tío a Madrid,
- ¡ A resolver unos asuntos importantes!, decía mi Madre,
- ¡ Para no cargarse a un tramposo!, decía uno de mis hermanos que lo había oído por ahí.
- ¡Lo han metido en un lío político! Y se quiere perder un tiempo, decían otros rumores en el pueblo.
Los niños no entendíamos de asuntos de mayores así que veíamos la marcha de mi padre como algo raro e innombrable y a pesar de las habladurías, la presencia siempre tranquilizadora de mi Madre, quién llamó a su Madre, la abuela la cual acudió rápido en su auxilio, trayéndose a su vez a la tía , con la cual vivía en la Capital, la una viuda y la otra soltera formaban una pareja inseparable y encantadora. Así para quitarnos los miedos y las desconfianzas y aprovechando la ausencia de mi padre diabético, nos hacían los dulces más dulces: cajetas o dulce de leche, huesos de Santos, yemas de Santa Teresa... y un largo etc, a dulce por noche, mientras esperábamos extrañados que por fin apareciera mi padre, nunca había estado fuera solo tanto tiempo...
La vieja criada, Angustias, que andaba por las esquinas hablando con su difunto esposo, y asustándonos a los niños con las historias del más allá, le había dicho a mi madre que mi padre vendría hoy. Se lo había dicho su marido la noche antes y por cierto, hoy no podía venir a trabajar a casa porque al ser día de todos los Santos, tenía mucha tarea, ya que todo el pueblo se acordaba hoy de ella y le pedían noticias de todos las ánimas benditas, por lo que se pasaría el día encendiendo mariposas en aceite, para que el difunto esposo viera que había ocurrido con los difuntos de las vecinas.
Mi madre no creía en esas cosas, pero Angustias las daba por tan ciertas...Además su físico la apoyaba pues al ir siempre de riguroso luto, la nariz aguileña, la cara huesuda con un cutis muy fino y la barbilla afilada apuntando a la nariz, solo le faltaba la verruga en la nariz para parecer una auténtica bruja.
Esa noche, como ya dije, andábamos comiendo cajetas y relamiéndonos de gusto todos alrededor de la mesa de camilla, cuando se fue la luz, cosa muy corriente en las noches de lluvia, pero era día 1 de Noviembre, nos levantamos todos de un salto a buscar las lamparillas de aceite, se cayeron al suelo las cucharillas con las que momentos antes comíamos las cajetas y con el estruendo no oímos la llave con la que mi padre abría la puerta, lo que si oímos fue una fuerte voz en el salón oscuro:
-¿ Es que no viene ningún niño a darme un beso?
El grito fue unánime, mi madre casi pierde el conocimiento y mi padre no acertaba a comprender lo que estaba sucediendo...
Eran las doce de la noche....El día de los difuntos..