A mi cuñada Diana.
Es el último atardecer
del 2017, una hermosa agonía multicolor se dibuja en el cielo.
Como siempre que el
tiempo, la salud y la economía lo permiten, vuelvo al mismo lugar,
al lugar donde nací, a buscar lo que queda de mi infancia, de mi
familia, de mis lugareños.
Cada vez queda menos
presencia y más ausencia, mas extraños se atragantan con las
últimas uvas del año con las campanadas de la Iglesia, este año no
escucho los cuartos, no recuerdo ya si este viejo reloj los hacía
sonar para darnos un poco más de tiempo.
Todas las razas juntas y
todos los idiomas sonando a un tiempo, gritos de alegría, nuevo
atragantamiento. La orquesta calla un poco para dar cabida a el
bullicio del ¡Feliz año nuevo! Los fuegos artificiales explotan en
el cielo, las risas, los abrazos y otra vez la música. Bailamos lo
que nos permite el poco espacio del que disponen nuestros pies, nos
prometemos divertirnos más en el año nuevo, aprovechar cada
momento, crear, reir, ser mejores, vernos más...
Luego, la basura se
amontona a nuestros pies, vasos, botellas, todo tipo de confetis...
Ya no aguantamos hasta el
amanecer, aunque la resaca sigue entornando nuestros ojos ante el
brillante sol de la mañana. Cambiamos el número del año, avanzamos
aritméticamente en el calendario, pero las noticias del uno de enero
siguen siendo las mismas: violencia por doquier, agresiones y abusos
hacia los débiles, cientos de batallas perdidas de antemano.
Un nuevo año, un invierno
más ¿Hemos progresado algo?